Visita a Tranås, la ciudad natal de Herman Norrman.
(1ra Parte)
Por: Carlos Bretón.
“La composición destaca, en primer plano, la singular figura a la que sirven de fondo los libros amados…Martí está escribiendo o en actitud de quien escribe. Nada hay forzado en la pose. La inmaculada hoja, sobre la mesa, espera la apasionada presión de una pluma que no conoce el descanso…”
Loló de la Torriente.
(Periodista y crítica de arte. 1907-1985)
Fue de la mano de mi primera maestra; Norma. Una mulata siempre elegantemente vestida, de voz dulce, pero firme, que tocaba el piano y mantenía a todas horas en sus manos sudorosas un pañuelito blanco bordado. Cómo puedo retener su imagen aún, no es la pregunta, sino, hasta qué punto esa señora influyó positivamente en mí, cuando tenía tan corta edad.
Nos leía fragmentos de los versos sencillos y de la “Edad de Oro”, esa revista que el maestro escribió para los niños y que solo pudo salir de la sensibilidad del hombre más honesto del que tendrá jamás conocimiento la historia de Cuba, pasada, presente y futura.
Después, en la secundaria básica; el poemario Ismaelillo. Descarga emocional que dedica integro a su hijo y que contiene La Tórtola Blanca, mi favorito. Un símbolo de pureza, frente a una alta sociedad malsana. Siempre digo a los que no gustan de leer, que escuchen la interpretación de la trovadora Teresita Fernández, a través de la cual, se puede sentir este poema desgarrador en toda su dimensión.
En el preuniversitario, comencé a consultar ávido sus obras completas y seguir plumas imprescindibles como las de Cintio Vitier y Fina García Marruz, a la hora de estudiar con espíritu comprensivo la gigantesca vida y obra de nuestro Martí.
Pienso muchas veces, indignado con el destino que nos lo arrebató a sus 42 años, la repercusión excepcional que, este hombre pequeño en estatura pero enorme en pensamientos y actitudes, hubiese sido nuestro primer presidente. ¡Qué desgracia su muerte prematura para la patria! Sobre todo, para dar paso a un segundogénito, que muchos lo siguen llamando don, como si fuera un título nobiliario, pero para mí no pasará de ser un mamarracho y una mancha en nuestra historia. “Don” Thomas Estrada Palma, que prácticamente vendió la isla y permitió una enmienda que nos puso a merced de la voracidad geográfica del ambicioso vecino norteño, quien se enroló en la guerra mambisa contra España a última hora, solo para recoger los peces en río revuelto.
Dudo sinceramente que nazca otro cubano como José Martí. Tan multifacético y abarcador. Capaz de conocer con exquisita naturalidad el arte en todas sus manifestaciones, la historia y la geografía, de ejercer la crítica literaria y el periodismo, traducir libros y artículos, de escribir su prosa elegante y sus poemas, de ser el maestro y el guía, de representar, como diplomático, a varios países de su amada América hispana en importantes eventos panamericanos.
De conspirar contra la dominación española, sin perder de vista al otro naciente dominio que amenazaba de manera primigenia con devorarlo todo, de organizar un partido político y con él, a toda la diáspora patriótica.
Pareciera, cuando se enumera todo el bregar martiano, que se está hablando de varios hombres y no de uno solo. Pero no, fue él quien con elocuencia enardecía a los tabaqueros cubanos en el Instituto San Carlos de Cayo Hueso, el fundador del Partido Revolucionario Cubano, el que envió armas a la isla, el que preparó al detalle la guerra necesaria, el que finalmente desembarcó en Playitas, para participar en la lucha armada y caer mortalmente herido en Dos Ríos.
Todo eso, aunque yo no lo podía percibir aun, estaba resumido en un cuadro que pendía de una de las paredes del aula de mi escuela, evidentemente una reproducción del original, que está expuesto en la Casa Natal de Martí en la calle Paula de la Habana Vieja.
Como muchos en Cuba, niños o adultos, conocía bien poco sobre la historia de aquella obra, surgida de la paleta de un joven pintor sueco.
Sin embargo, lo revelador fue, cuando laborando en el Museo Nacional de Bellas Artes, descubrí que el cuadro en cuestión, es el único para el que José Martí posó en vida. Llamo la atención de la lejana fecha en que oí hablar con detalle por primera vez de Herman Norrman. Fue a Durán, un restaurador del museo, mientras organizábamos una muestra de varios pintores cubanos dedicada al apóstol.
Muchos son los artistas de la plástica, incluso hasta en la actualidad, que han materializado póstumamente la imagen del maestro, utilizando desde el óleo sobre lienzo, pasando por dibujos y grabados, hasta serigrafías y litografías, sin desconocer las numerosas obras escultóricas o cerámicas; Jorge Arche, Carlos Enríquez, Raúl Martínez, Arístides Hernández, Santoserpa, Lesvia Vent Dumois, Fabelo, y muchos etcéteras.
La escritora estadounidense Blanche Zacharie de Baralt, que conoció al pintor y fue amiga entrañable del patriota cubano, conmina, en su obra literaria “El Martí que yo conocí”, a los futuros artistas de la plástica a estudiar “detenidamente aquel retrato que tiene el sello de su espíritu, su carácter esencial”
¿Por qué Martí le dedicó parte del tiempo que mayoritariamente le escaseaba, a un desconocido Norrman, teniendo tantos amigos pintores? El joven trotamundos sueco, era un perfecto desconocido y sin embargo, fue para el único pintor que posó
El escritor cubano René Vázquez Díaz, lo refleja de la siguiente manera: …el Apóstol estaba rodeado de pintores que eran íntimos amigos suyos, por ejemplo Juan Peoli, de quien Martí escribiera: "Y ahí está todo el arte de Peoli: leal en el dibujo, sabio en los matices, huraño y melancólico en el color, indefinido en las creaciones, y aun etéreo". Otros artistas cercanos a Martí eran Federico Edelmann (1869-1931), Patricio Gimeno (1865-1940), Enrique Estrázulas (1848-1905) así como el creyonista y fino pintor Guillermo Collazo (1890-1896). En la época neoyorquina de Martí, Collazo (a quien Julián del Casal definió como "refinado, exquisito y primoroso") también se hospedaba en casa de Mantilla.
José María Mora, el encumbrado dibujante y fotógrafo de Broadway también conocía a Martí. Todos eran artistas reconocidos, cuyo arte Martí apreciaba y a los que veía con frecuencia. (Fin de la cita)
Cuando Herman Norrman llegó a New York en 1887, había pasado mil vicisitudes para poder cumplir su sueño de pintar. A los 17 años, abandona su pueblo y se va a Estocolmo, donde tiene que trabajar muy duro, para poder asistir a clases nocturnas de la Escuela de Artes Industriales, hasta que en 1885 ingresa en la Real Academia de Bellas Artes de la capital sueca. Lamentablemente, un año después, tiene que abandonarla por falta de recursos.
Entonces en su desesperada búsqueda, viaja a Gotemburgo y tiene algo de suerte; estudia con el famoso pintor Carl Larsson, aunque finalmente no puede continuar sin sustento y toma la decisión desesperada, con algo de ayuda económica de su maestro, de emigrar a América.
Formaba parte de los 900 mil inmigrantes suecos que habían viajado a Estados Unidos en busca de una vida mejor, en un período de crisis y extrema pobreza en el país nórdico.
En la importante y creciente urbe norteamericana, trabajó como estibador en el puerto, hasta que consigue un empleo en un taller de decoración. Fue entonces cuando conoció a varios pintores, entre ellos, el cubano Federico Edelmann y el peruano Patricio Gimeno, que le cuentan entre lecciones de inglés y conversaciones, de la existencia de un cubano excepcional.
Tan reiteradas eran las alusiones de sus amigos a Martí, que interesado en conocerlo, va un día con Edelmann a la oficina del 120 de Front Street y ocurre la magia. La admiración fue mutua desde el mismo día en que fueron presentados.
Otra vez, no encuentro mejor descripción para este momento, que la realizada por Vázquez Díaz cuando escribe: Aunque sea una incógnita pequeña y marginal, todavía hoy esa hazaña artística del sueco Herman Norrman sigue siendo un misterio para la historia de Cuba. Lo que se ha supuesto, con razón, es que Martí experimentó una simpatía inmediata por un joven pintor escandinavo que no era refinado, exquisito ni primoroso…Pero lo que hay que preguntarse es: ¿en virtud de qué cualidades personales del pintor (las de Martí ya las conocemos) surgió aquella fraternidad efusiva que desembocó en un retrato de valor impagable? (Fin de la cita)
Quizás la respuesta me la dio, investigando detenidamente en su libro, Zacharie de Baralt, cuando reseña que el joven artista nórdico “…cayó, como tantos, bajo el hechizo de su palabra y quiso retratarlo”
Y lo hizo, cuidando y legando a la posteridad todos los detalles de un Martí viviente, real, en carne y hueso, como bien escribe en un artículo la periodista Josefina Ortega, que aposta: “La sortija que aparece en uno de los dedos de su mano izquierda, un recordatorio trágico que su mamá siempre quiso llevara consigo, fue hecha con un eslabón de la cadena del grillete que sufrió en presidio siendo casi un niño, y tenía la palabra Cuba tallada en grandes letras”. (Fin de la cita)
El escritor Ulf Hård af Segerstad, nacido en Uppsala en 1915, viajó a Tranås y recogió testimonios a comienzos de los años 40 del pasado siglo sobre Herman Norrman, cuando todavía vivían algunos conocidos y discípulos del pintor. En el volumen resultante publicado posteriormente, describe las relaciones del chico con su padre. Un rudo curtidor, nada afable con el hijo al que reprime constantemente al verlo abstraído contemplando los paisajes de Småland. Muchas veces lo abofeteaba por no escuchar lo que le dice. Entonces, el joven le dijo en una ocasión; “Padre, si usted fuera capaz de ver toda la belleza que yo veo, no me hubiera pegado”.
Aquí se me antojan, similitudes de Norrman con Martí, porque aunque este último se reconcilió con Don Mariano, la relación padre-hijo no fue nada fácil. Y no es la única coincidencia, porque ambos eran honestos, con un alto sentido de la lealtad y como colofón, fallecen a los 42 años en diferentes épocas.
Después de su paso por Nueva York, el pintor sueco se dirige a París, en donde residió un año, pintando y adiestrándose, para finalmente regresar, como siempre deseó, a su terruño natal. Y es aquí donde pone en práctica, casi inmediatamente, lo que imagino fue una influencia de su relación con Martí; Instaura en su pueblo un centro de educación artística para artesanos sin recursos. Quizás una réplica sueca de la “Sociedad Protectora de Instrucción La Liga”.
Pintó muchos retratos, pero sobre todo a su Småland amada, grandes extensiones de brezales, marismas influenciadas por dos grandes lagos y rodeadas de espesos bosques, gansos de montaña… siempre usando como un sello, tonos cobrizos o verdes pálidos.
Su obra gustó mucho al Príncipe Eugenio de Suecia del que llegó a ser gran amigo y que adquirió una valiosa colección de aproximadamente 25 cuadros que hoy se pueden apreciar en el Castillo-Museo Waldemarsudde, donde residió el noble hasta su muerte.
Ulf Hård af Segerstad escribió, sobre cómo se enteró Norrman de la muerte de Martí, y su reacción. Fue a través de los periódicos de la época. Seguramente en algún café de Tranås, y entonces conmovido le aseveró a su amigo, el pintor A. W. Friman: “Martí fue el hombre más inteligente que he conocido… Ahora también se ha perdido esa ilusión”. Me dio mucho orgullo y satisfacción como cubano radicado en Suecia, leer esta anécdota.
Por eso, me decidí finalmente a viajar a Tranås, distante de Estocolmo 260 kilómetros. Quiero ver todo lo que haya que ver de Herman Norrman en su ciudad natal, incluido la búsqueda la conocida estatua en Bronce que yace en uno de los parques más importantes de la localidad y depositar una rosa blanca para el amigo sincero, agradeciendo de esta forma en nombre de los cubanos, habernos legado su aprecio por Martí y el único retrato al óleo, del natural, que existe del Apóstol.
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