lunes, 21 de septiembre de 2020

“Zdrástvujtye tovarishch”

“Zdrástvujtye tovarishch” 
Por Carlos Bretón. 

Cuando quise estudiar ruso por radio… todo lo que aprendí a decir fue; Hola Camarada… y lo dejé. 





Aunque ya hice en el pasado aproximadamente tres o cuatro escalas de tránsito en el aeropuerto Sheremétievo de Moscú, nunca visité la ciudad. Esto no responde a falta de interés, si no por las prioridades que di a otros destinos muy soñados desde mi adolescencia. 

Países, o más bien lugares geográfica, cultural y políticamente simbólicos, que como ya he contado, se convirtieron en precedencias, gracias a mis profesoras de historia y español de la Secundaria Básica, mis queridas e inolvidables; María Pujol y Esther Martínez. Ponían tanta efusividad en las clases que nos impartían, que exacerbaron, más que despertaron en mí, la fantasía y el deseo de viajar por el mundo. Marco Polo, Magallanes y Elcano, Américo Vespucio y Colón, se convirtieron en mis ídolos. 

Con ese afán, ya he puesto un pie en Atenas, Delfos, Creta, Roma, Pisa, Florencia, Venecia, El Cairo, Luxor, Abu Simbel, Cartago, Monastir, Sousse, París, Madrid, Barcelona, Zaragoza, Bilbao, New York, Buenos Aires, Lima, Quito, Pekín, Londres, Ámsterdam, Rotterdam, Aquisgrán, Praga, Berlín, Copenhague, Dubái, Abu Dabi, Muscat, Belén, Jerusalén, Tel Aviv y muchas otras ciudades, relegando a Moscú a una visita demorada. 

¡No importa Moscú! Como dice el viejo refrán; nunca es tarde... El 19 de agosto de 2019, el vuelo de Singapur Airlines procedente de Estocolmo, hace una escala en el aeródromo de Domodedovo y comienza así mi aventura por la capital del país más grande del mundo; Rusia. 

Para llegar a mi hotel Matreshka, tomé un taxi desde el aeropuerto y como lo había reservado por booking.com, el chofer solícito me esperaba con mis dos nombres y primer apellido en un cartel para que notara su presencia. Me dio risa, porque con solo escribir mi apellido, era más que suficiente. Lo demás sobraba. 

Fue una sorpresa constatar que el lugar donde me hospedaría en mis días moscovitas se encontraba muy próximo a la Plaza Roja y al Teatro Bolshoi, en Teatral’niy Proezd 3 Boulevar, Meshchansky. Esta ubicación me ayudó mucho a dar largos paseos, incluso nocturnos, sin necesidad de transporte. 

Fue así, que mi primera tarde-noche en Moscú, acompañado de mi amigo Rene, se convirtió en un hermoso periplo que comenzó en el teatro Bolshoi, pasando por el Nicolskaya Boulevar, engalanado con miles de luces multicolor y concluyó en el puente-mirador de cristal, cuya plataforma aérea llega hasta la mitad del río Moscova, desafiando la gravedad. 

Desde esta área, se puede divisar ambos lados del río, el trasiego de yates, barcos turísticos y por supuesto la ciudad hermosamente iluminada. El Moscú nocturno se me antojó una ciudad viva, con grandes edificaciones de la era soviética, mezcladas con las actuales construcciones de modernos rascacielos. 

Después, caminamos por el parque anexo al puente colgante, donde pudimos interactuar con “Mother”, una gigantesca instalación artística de acero inoxidable, perfectamente pulida. Es una obra del escultor Weld Queen, que representa la fuente original, el principio de todas las cosas, resumidas en la fuerza creativa infinita desde la perspectiva del amor de las madres. 

Para aprovechar el tiempo y con la noche joven aún, Rene me propuso visitar la Catedral de Cristo Salvador, argumentando que es a esa hora, rodeada de un perfecto diseño de luces, que se puede apreciar su magnificencia. Tomamos el metro con dirección a Ploshchad Revolyutsii y una vez fuera de la estación, ya se podía divisar la monumental edificación, muy bien iluminada por potentes spot que le daba un aspecto algo espectral. Construida en el siglo 19, se trata además de la iglesia ortodoxa más alta del mundo. Fue reconstruida, como para darles en la cabeza a los ex dirigentes soviéticos, que la habían destruido hasta los cimientos en 1931, para erigir el Palacio de los Sóviets. No fue hasta 1990 que se hizo lo mismo por parte del Patriarcado, pero al revés. 

Continuamos paseando por la ribera del río Moscova, hasta que ya comencé a acusar el cansancio del viaje y dimos por terminado el recorrido. Tomamos un taxi y fui de cabeza a parar a la cama, después de una ducha caliente. 

A la mañana siguiente, posterior a mí desayuno en el Hotel, Rene ya me esperaba en el vestíbulo para dirigirnos al Cementerio Novodévichi, en donde tenía la vieja y soñada deuda de colocar un clavel rojo en la tumba de Konstatín Stanislavski. Fue muy grande mi emoción al ver, y poder tocar la piedra monolítica tallada, que guarda los restos del director escénico y pedagogo teatral. El gran director que creó el método de actuación por el que estudié en Cuba, gracias a mi profesora Mercedes García Ferrer. 

Lo que pasó dentro del cementerio, fue que después de sentarme a dialogar unos minutos con Stanislavki, en un banco bien próximo a su sepulcro, Rene, que se había alejado discretamente para dejarme supuestamente “hablando solo”, me dice que había muchas otras sepulturas de personalidades que conocía. 

Y sí, también visitamos esas otras y terminé colocando flores en la de Anton Chejov, el maestro del relato corto. La de Boris Yeltsin, la del poeta turco Nazim y su esposa Vera, la de Raisa Gorbachova, en el pateón de ese gran cineasta que fue Sergei Bondarchuck y por supuesto en la de Nikita Kruschev, que como homenaje, me quité un zapato para recordar la rabieta que le dio en la Asamblea General de las Naciones Unidas, donde comenzó a golpear la mesa como protesta. 

En Novodévichi, pasamos casi toda la mañana, no solo por su extensión, sino porque nos deteníamos un rato frente a cada tumba, tiempo que tomé para explicarle algunos detalles a mi amigo, tan joven, que generacionalmente no conocía determinados episodios de la era soviética. 

Por ejemplo, la conocida anécdota del “ataque” de Nikita Kruschev utilizando su calzado, el 12 de octubre de 1960, porque no lo dejaban hacer uso de réplica en la ONU, o por qué el poeta turco Nazim Hikmet, exiliado pero no olvidado, vivió en la URSS hasta su muerte, habiendo nacido en Salónica, en tiempos del imperio Otomano. 

Algunas películas famosas de Sergei Bondarshuck, que vi en Cuba en la época de pro-sovietismo del ICRT, como “Guerra y paz”, que le valió un Oscar a la mejor película extranjera en 1968. También le expliqué que sin embargo, los tres filmes que más valoro de su filmografía son; Waterloo, Borís Godunov y Diez días que estremecieron el mundo. 

De todo eso conversamos, aunque fue casi un monologo. Pobrecito Rene, lo solté con mareos. 

Nuestra próxima parada fue la Universidad de estatal de Moscú. La famosa Lomonosov, fundada en 1755. El actual centro de estudios se encuentra en la “Colina de los gorriones”. Impresiona ver el edificio que la acoge; uno de los siete rascacielos que mando construir Stalin en los años 50. La torre principal mide nada menos que 240 metros, posee 36 pisos y está flanqueada por 4 grandes alas que albergan las facultades y los dormitorios. 

Según supe allí, tiene 33 kilómetros de corredores y 5 mil habitaciones. La estrella roja, en la cúspide del torreón, pesa nada menos que doce toneladas. Una obra llena de gigantismo por todos lados. Llamó mi atención una tarja de bronce en la que se puede leer el lema del centro de estudios superiores; “La ciencia es la clara comprensión de la verdad y la educación de la razón”. 

Al atravesar los grandes e imponentes jardines de la universidad, que comprenden una larga y rectangular fuente con enormes chorros de agua, nos fuimos acercando al mirador desde donde se distingue casi toda la ciudad de Moscú, incluso bastante parte del recorrido del río Moscova. En aquella terraza abierta tomamos helado y nos sentamos a contemplar el extenso paisaje relajante. 

Al siguiente día, a René le tocó trabajar y no fue hasta después de las 2 de la tarde que pudimos iniciar el tan esperado recorrido por varias estaciones de metro moscovitas. Es una visita casi obligada, teniendo en cuenta que son verdaderas obras de arte y no solo estoy hablando de la arquitectura, sino también de su decoración palaciega interior. 

Cuando llegamos a la estación Kievkaya, después Belorruskaya, Novoslobodsk o Konsolmoskaya, quedé por tierra y me preguntaba por qué aquella magnificencia. ¿Qué justificó tanto mármol, tanto cristal de roca en numerosas lámparas de lágrimas enormes, decenas de estatuas de bronce, vitrales que pueden ser tranquilamente la envidia de Tiffany y mosaicos dorados representando hazañas obreras o al líder de la Revolución de Octubre? 

Imagino que Stalin, que había ganado la batalla por el poder que se desató tras la muerte de Lenin y los sucesivos gobernantes soviéticos, querían impresionar a la clase trabajadora creando obras colosales. O quizás orgullo nacional. No lo sé. Lo que sí es indiscutible que son las estaciones de metro más hermosas que he visitado. Lo que afirmo con gran conocimiento de causa e inmodestia, porque he viajado por medio mundo. 

Tras la extensa sesión de fotos en las deslumbrantes estaciones del metro, tomamos un tren con destino a Vistavochnaya, que es donde está ubicado Moscú City. Una ciudad futurista con enormes edificios modernos: hoteles, restaurantes panorámicos, y un flamante centro comercial. Es conocida como la ciudad de los negocios, por acoger a numerosas empresas nacionales y extranjeras. Realmente impresiona. Sobre todo, ver esos rascacielos infinitos desde abajo o mejor aún, subir a algunas de las plataformas de observación. 

Al final de la tarde, como no podía ser menos, decidimos cenar en uno de los restaurantes de Moscú City. En aquel agradable espacio, degustamos de primero una ensaladilla rusa, posteriormente, una sopa Borsch con su color bermellón intenso y como colofón, unas sabrosas Pelmeni. 

A mí me fascinó la comida, porque ya conocía en Cuba estas recetas de la cocina rusa que saboreé en los años 80 en el Restaurante Moscú y porque estaban incluidos en los menús que se elaboraban en la Casa de la Amistad del Parque Lenin, durante el tiempo de laboré allí, como coordinador y programador artístico. Fue, volver a degustar lo que mi memoria jamás borró. 

El siguiente día, lo dediqué a recorrer por sus cuatro lados, el teatro Bolshói. Una edificación neoclásica que desde su inauguración en 1825, ha sufrido incendios y deterioros, por lo que ha sido objeto de varias reconstrucciones y restauraciones. 

Lamentablemente llegué a Moscú en un tiempo que permaneció cerrado por estar fuera de temporada. Ni siquiera visitas guiadas. Cuánto me hubiera gustado disfrutar de una función de Ballet en su sede. El único gran consuelo; que había visto actuar a la compañía en La Habana hacía ya unos cuantos lustros. 

Capítulo aparte, es mi visita al Kremlin, recinto delimitado por una extensa muralla con 19 grandes torres de vigilancia. Un complejo arquitectónico que incluye 4 palacios y 4 catedrales (Asunción, Deposición del manto de la virgen, Anunciación y del Arcángel Miguel). Fue antigua residencia de los Zares, después acogió al estado bolchevique y actualmente al gobierno de Rusia. 

Casi todas sus áreas se pueden visitar, eso sí, después de hacer una larguísima fila. El Kremlin, está flanqueado por el Jardín de Alejandro en el oeste y por la Plaza Roja, con la que comparte lista de Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO. 

No me voy a detener en describir lo que vi en mi recorrido, porque es de muchos conocidos qué contiene el Kremlin en su interior, pero sí destacar la impresión que me causaron; la Tsar Kólokol, la enorme campana fracturada, ricamente decorada, que encargó la emperatriz Ana de Rusia. La Torre de Iván el Grande, que también con sus 21 campanas, marca el centro exacto de Moscú y por último, el Carrillón de la torre Spasskaya. Un inmenso reloj que inspiró a Nikolai Pogodin a escribir una obra teatral, cuya adaptación había visto adolescente en el Teatro Mella, con el protagónico de Mario Balmaseda en una inmejorable interpretación de Lenin, que por cierto, le valió el Premio a la mejor actuación masculina en el Festival de Teatro de La Habana 1980. 

Pensando en todo esto, se me antojo ver de pronto a uno de los Romanov mirando por la ventana del Gran Palacio. En otro momento Trosky apresurado, atravesaba el patio interior por última vez, tras una bronca con su peor enemigo, que dicho sea, no era el capitalismo que tanto combatió, sino un compañero de lucha. Así de triste. Sí mi gente, yo armo mis películas cuando estoy cuerpo presente en lugares tan emblemáticos. 

Otra cola que no estuve dispuesto a hacer, fue para ver el cadáver de Lenin expuesto aún en un mausoleo de la Plaza Roja. Ya había tenido la experiencia en China, que tras esperar mucho tiempo en el mausoleo ubicado en la Plaza de Tiananmen, por lo apresurado del paso, apenas vi la verruga que Mao Tse-Tung tenía en el mentón. No está permitido hacer fotos o grabaciones y mucho menos detenerte. Por tanto no tienes ninguna posibilidad de detallar al occiso. 

A la Plaza Roja, por la cercanía de mi hotel, fui muy a menudo; en la mañana, en la tarde, en la noche y cada vez descubría según la luz del sol se movía, algo diferente. Recuerdo que una de esas mañanas, decidí circunvalar las murallas del Kremlin íntegramente. Sorprende, porque la perspectiva es desigual, a como se ve estando dentro del Kremlin. Además, hice algo que realizo en todos los países que he visitado; tocar con mis manos esas piedras centenarias, llenas de historia y de secretos. 

Cuando regresaba, para ingresar a la Plaza Roja nuevamente por el sur, me sorprendió un enorme cartel anunciando la actuación de una artista que creía muerta; Mireille Mathieu, una cantante francesa que tuvo una presencia insistente desde 1967 en la URSS. Yo recuerdo incluso oírla cantar en ruso en alguna ocasión y tuve un disco suyo de vinilo, grabado por Melodiya, la poderosa discográfica estatal de la Unión Soviética. 

Medio día lo dediqué a recorrer el Centro Panruso de Exposiciones. Una feria conocida por unas extrañas siglas, que también le da nombre a la estación del metro de la zona; VDNKh. Rene se afanó en que aprendiera a pronunciarlo. Algo así como “ve-de-en-já”. 

A medida que me acerqué y atravesé el arco de triunfo que hay en la entrada, lo primero que destaca por su considerable altura de 107 metros, es el Monumento a los conquistadores del espacio, un obelisco con un cohete espacial en la cima, cuya base, que lo sustenta, simula la columna de humo que van dejando las naves espaciales durante su ascenso. Está bellamente recubierto de titanio, lo que hace que a luz del sol o de la luna obtiene un brillo mágico. 

Muy cerca vi, en el Callejón de los Cosmonautas a viejos conocidos. Nada menos que a Yuri Gagarin y Valentina Tereshkova, entre otros. Caminando por los jardines con varias fuentes de diferentes temáticas, vi también los aviones Yak 42 y el coloso Burán, además del cohete Vostok, a tamaño original. Al colocarme en su base como una hormiga a los pies de un elefante, sentí con aprehensión de que estaba a punto de salir despedido o de caerme encima. 

El recinto ferial lo completan un planetario, un museo interactivo y varios salones expositivos que en su momento exhibía los logros de la Unión Soviética. Casi de noche, terminé exhausto el recorrido, que por demás lo componen unas 520 hectáreas, 125 menos que el Parque Lenin de la capital cubana. 

Fue en mi penúltimo día en Moscú que pude ver a Adonis, amigo y compatriota, excelente bailarín y coreógrafo que reside en Moscú. No tenía mucho tiempo para dedicarme por su trabajo en un academia de baile, pero para poder estar un rato conmigo, me acompañó hasta el Hotel Ucrania desde donde debía salir en un yate para hacer un recorrido por el río Moscova. 

Con Adonis tuve tiempo de tomar un café en la terraza del hotel y rememorar las ocasiones en que hemos trabajado juntos en Estocolmo y en la Habana. Especialmente un homenaje a la trovadora Teresita Fernández que dirigí en el Instituto Cervantes de Suecia y en Cuba, en la gala inaugural del Proyecto Cultural Álamo. Fueron sendas actuaciones de Adonis que gustaron mucho al público por su profesionalidad. 

A las 3 de la tarde, salió mi barco para la excursión programada. Un yate de lujo de la compañía Radisson, regalo de Roly y que en mi caso, incluyó viajar en un salón comedor acristalado hasta el suelo con copa de champan incluido. Fue muy distinta la perspectiva desde el río de todo lo que durante la semana había visitado por tierra. Incluso pude ver otras edificaciones con cierta añoranza; aquella especie de libro abierto, sede del extinto Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) y con menos entusiasmo, el Palacio de Gobierno de la Federación Rusa, desde donde Yeltsin le hizo la cama a Mijaíl Gorbachov. 

Son numerosos los puentes que van quedando atrás; unos modernos de atrevido diseño y otros imagino que son de la era soviética. Un funicular también une ambos lados del rio en algún momento del recorrido. De pronto, sobrecoge la enorme estatua de Pedro el Grande de 98 metros de altura en la confluencia del río Moscova y el canal Vodootvodni. Según supe después, está compuesta por acero inoxidable, bronce y cobre y pesa nada menos que mil toneladas. Sencillamente pasar por su lado impresiona sobremanera. 

Nuevamente destaca la Catedral de Cristo redentor que había visitado de noche y ahora a plena luz del día, lucía todo su esplendor blanco con sus cúpulas doradas. Inmediatamente después el Kremlin amurallado y por ultimo tras mucho navegar; Moscú City con sus modernos rascacielos. Es un recorrido inolvidable que hice por aquella vía fluvial que es el corazón de la ciudad, aunque vista desde el satélite Google Earth, parece más un tubo digestivo. 

No sería justo terminar, sin mencionar a Rene, mi acompañante en mis muchas salidas. Le debo haber ganado tiempo en mis recorridos, porque fuimos a varios lugares directamente, como lo hace solo una persona que viva en la ciudad y la conozca a la perfección y por tanto pude ver más. Siempre estaré agradecido por sus atenciones. 

Y a ti Moscú… gracias por tu hospitalidad, por tu belleza, por tu gigantismo. Me atrapaste y donde quiera que vaya hablaré de ti con pasión. Eso sí, bien que podías tener un poco más de información en letras latinas, con todo respeto a San Cirilo y a su hermano Metodio, pero no entendí nunca nada en los letreros y señalizaciones del metro, ni en los centros turísticos, ni en la calle, porque todo está escrito en alfabeto cirílico. Hasta una próxima vez… seguro la habrá. 


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