lunes, 21 de septiembre de 2020

“Zdrástvujtye tovarishch”

“Zdrástvujtye tovarishch” 
Por Carlos Bretón. 

Cuando quise estudiar ruso por radio… todo lo que aprendí a decir fue; Hola Camarada… y lo dejé. 





Aunque ya hice en el pasado aproximadamente tres o cuatro escalas de tránsito en el aeropuerto Sheremétievo de Moscú, nunca visité la ciudad. Esto no responde a falta de interés, si no por las prioridades que di a otros destinos muy soñados desde mi adolescencia. 

Países, o más bien lugares geográfica, cultural y políticamente simbólicos, que como ya he contado, se convirtieron en precedencias, gracias a mis profesoras de historia y español de la Secundaria Básica, mis queridas e inolvidables; María Pujol y Esther Martínez. Ponían tanta efusividad en las clases que nos impartían, que exacerbaron, más que despertaron en mí, la fantasía y el deseo de viajar por el mundo. Marco Polo, Magallanes y Elcano, Américo Vespucio y Colón, se convirtieron en mis ídolos. 

Con ese afán, ya he puesto un pie en Atenas, Delfos, Creta, Roma, Pisa, Florencia, Venecia, El Cairo, Luxor, Abu Simbel, Cartago, Monastir, Sousse, París, Madrid, Barcelona, Zaragoza, Bilbao, New York, Buenos Aires, Lima, Quito, Pekín, Londres, Ámsterdam, Rotterdam, Aquisgrán, Praga, Berlín, Copenhague, Dubái, Abu Dabi, Muscat, Belén, Jerusalén, Tel Aviv y muchas otras ciudades, relegando a Moscú a una visita demorada. 

¡No importa Moscú! Como dice el viejo refrán; nunca es tarde... El 19 de agosto de 2019, el vuelo de Singapur Airlines procedente de Estocolmo, hace una escala en el aeródromo de Domodedovo y comienza así mi aventura por la capital del país más grande del mundo; Rusia. 

Para llegar a mi hotel Matreshka, tomé un taxi desde el aeropuerto y como lo había reservado por booking.com, el chofer solícito me esperaba con mis dos nombres y primer apellido en un cartel para que notara su presencia. Me dio risa, porque con solo escribir mi apellido, era más que suficiente. Lo demás sobraba. 

Fue una sorpresa constatar que el lugar donde me hospedaría en mis días moscovitas se encontraba muy próximo a la Plaza Roja y al Teatro Bolshoi, en Teatral’niy Proezd 3 Boulevar, Meshchansky. Esta ubicación me ayudó mucho a dar largos paseos, incluso nocturnos, sin necesidad de transporte. 

Fue así, que mi primera tarde-noche en Moscú, acompañado de mi amigo Rene, se convirtió en un hermoso periplo que comenzó en el teatro Bolshoi, pasando por el Nicolskaya Boulevar, engalanado con miles de luces multicolor y concluyó en el puente-mirador de cristal, cuya plataforma aérea llega hasta la mitad del río Moscova, desafiando la gravedad. 

Desde esta área, se puede divisar ambos lados del río, el trasiego de yates, barcos turísticos y por supuesto la ciudad hermosamente iluminada. El Moscú nocturno se me antojó una ciudad viva, con grandes edificaciones de la era soviética, mezcladas con las actuales construcciones de modernos rascacielos. 

Después, caminamos por el parque anexo al puente colgante, donde pudimos interactuar con “Mother”, una gigantesca instalación artística de acero inoxidable, perfectamente pulida. Es una obra del escultor Weld Queen, que representa la fuente original, el principio de todas las cosas, resumidas en la fuerza creativa infinita desde la perspectiva del amor de las madres. 

Para aprovechar el tiempo y con la noche joven aún, Rene me propuso visitar la Catedral de Cristo Salvador, argumentando que es a esa hora, rodeada de un perfecto diseño de luces, que se puede apreciar su magnificencia. Tomamos el metro con dirección a Ploshchad Revolyutsii y una vez fuera de la estación, ya se podía divisar la monumental edificación, muy bien iluminada por potentes spot que le daba un aspecto algo espectral. Construida en el siglo 19, se trata además de la iglesia ortodoxa más alta del mundo. Fue reconstruida, como para darles en la cabeza a los ex dirigentes soviéticos, que la habían destruido hasta los cimientos en 1931, para erigir el Palacio de los Sóviets. No fue hasta 1990 que se hizo lo mismo por parte del Patriarcado, pero al revés. 

Continuamos paseando por la ribera del río Moscova, hasta que ya comencé a acusar el cansancio del viaje y dimos por terminado el recorrido. Tomamos un taxi y fui de cabeza a parar a la cama, después de una ducha caliente. 

A la mañana siguiente, posterior a mí desayuno en el Hotel, Rene ya me esperaba en el vestíbulo para dirigirnos al Cementerio Novodévichi, en donde tenía la vieja y soñada deuda de colocar un clavel rojo en la tumba de Konstatín Stanislavski. Fue muy grande mi emoción al ver, y poder tocar la piedra monolítica tallada, que guarda los restos del director escénico y pedagogo teatral. El gran director que creó el método de actuación por el que estudié en Cuba, gracias a mi profesora Mercedes García Ferrer. 

Lo que pasó dentro del cementerio, fue que después de sentarme a dialogar unos minutos con Stanislavki, en un banco bien próximo a su sepulcro, Rene, que se había alejado discretamente para dejarme supuestamente “hablando solo”, me dice que había muchas otras sepulturas de personalidades que conocía. 

Y sí, también visitamos esas otras y terminé colocando flores en la de Anton Chejov, el maestro del relato corto. La de Boris Yeltsin, la del poeta turco Nazim y su esposa Vera, la de Raisa Gorbachova, en el pateón de ese gran cineasta que fue Sergei Bondarchuck y por supuesto en la de Nikita Kruschev, que como homenaje, me quité un zapato para recordar la rabieta que le dio en la Asamblea General de las Naciones Unidas, donde comenzó a golpear la mesa como protesta. 

En Novodévichi, pasamos casi toda la mañana, no solo por su extensión, sino porque nos deteníamos un rato frente a cada tumba, tiempo que tomé para explicarle algunos detalles a mi amigo, tan joven, que generacionalmente no conocía determinados episodios de la era soviética. 

Por ejemplo, la conocida anécdota del “ataque” de Nikita Kruschev utilizando su calzado, el 12 de octubre de 1960, porque no lo dejaban hacer uso de réplica en la ONU, o por qué el poeta turco Nazim Hikmet, exiliado pero no olvidado, vivió en la URSS hasta su muerte, habiendo nacido en Salónica, en tiempos del imperio Otomano. 

Algunas películas famosas de Sergei Bondarshuck, que vi en Cuba en la época de pro-sovietismo del ICRT, como “Guerra y paz”, que le valió un Oscar a la mejor película extranjera en 1968. También le expliqué que sin embargo, los tres filmes que más valoro de su filmografía son; Waterloo, Borís Godunov y Diez días que estremecieron el mundo. 

De todo eso conversamos, aunque fue casi un monologo. Pobrecito Rene, lo solté con mareos. 

Nuestra próxima parada fue la Universidad de estatal de Moscú. La famosa Lomonosov, fundada en 1755. El actual centro de estudios se encuentra en la “Colina de los gorriones”. Impresiona ver el edificio que la acoge; uno de los siete rascacielos que mando construir Stalin en los años 50. La torre principal mide nada menos que 240 metros, posee 36 pisos y está flanqueada por 4 grandes alas que albergan las facultades y los dormitorios. 

Según supe allí, tiene 33 kilómetros de corredores y 5 mil habitaciones. La estrella roja, en la cúspide del torreón, pesa nada menos que doce toneladas. Una obra llena de gigantismo por todos lados. Llamó mi atención una tarja de bronce en la que se puede leer el lema del centro de estudios superiores; “La ciencia es la clara comprensión de la verdad y la educación de la razón”. 

Al atravesar los grandes e imponentes jardines de la universidad, que comprenden una larga y rectangular fuente con enormes chorros de agua, nos fuimos acercando al mirador desde donde se distingue casi toda la ciudad de Moscú, incluso bastante parte del recorrido del río Moscova. En aquella terraza abierta tomamos helado y nos sentamos a contemplar el extenso paisaje relajante. 

Al siguiente día, a René le tocó trabajar y no fue hasta después de las 2 de la tarde que pudimos iniciar el tan esperado recorrido por varias estaciones de metro moscovitas. Es una visita casi obligada, teniendo en cuenta que son verdaderas obras de arte y no solo estoy hablando de la arquitectura, sino también de su decoración palaciega interior. 

Cuando llegamos a la estación Kievkaya, después Belorruskaya, Novoslobodsk o Konsolmoskaya, quedé por tierra y me preguntaba por qué aquella magnificencia. ¿Qué justificó tanto mármol, tanto cristal de roca en numerosas lámparas de lágrimas enormes, decenas de estatuas de bronce, vitrales que pueden ser tranquilamente la envidia de Tiffany y mosaicos dorados representando hazañas obreras o al líder de la Revolución de Octubre? 

Imagino que Stalin, que había ganado la batalla por el poder que se desató tras la muerte de Lenin y los sucesivos gobernantes soviéticos, querían impresionar a la clase trabajadora creando obras colosales. O quizás orgullo nacional. No lo sé. Lo que sí es indiscutible que son las estaciones de metro más hermosas que he visitado. Lo que afirmo con gran conocimiento de causa e inmodestia, porque he viajado por medio mundo. 

Tras la extensa sesión de fotos en las deslumbrantes estaciones del metro, tomamos un tren con destino a Vistavochnaya, que es donde está ubicado Moscú City. Una ciudad futurista con enormes edificios modernos: hoteles, restaurantes panorámicos, y un flamante centro comercial. Es conocida como la ciudad de los negocios, por acoger a numerosas empresas nacionales y extranjeras. Realmente impresiona. Sobre todo, ver esos rascacielos infinitos desde abajo o mejor aún, subir a algunas de las plataformas de observación. 

Al final de la tarde, como no podía ser menos, decidimos cenar en uno de los restaurantes de Moscú City. En aquel agradable espacio, degustamos de primero una ensaladilla rusa, posteriormente, una sopa Borsch con su color bermellón intenso y como colofón, unas sabrosas Pelmeni. 

A mí me fascinó la comida, porque ya conocía en Cuba estas recetas de la cocina rusa que saboreé en los años 80 en el Restaurante Moscú y porque estaban incluidos en los menús que se elaboraban en la Casa de la Amistad del Parque Lenin, durante el tiempo de laboré allí, como coordinador y programador artístico. Fue, volver a degustar lo que mi memoria jamás borró. 

El siguiente día, lo dediqué a recorrer por sus cuatro lados, el teatro Bolshói. Una edificación neoclásica que desde su inauguración en 1825, ha sufrido incendios y deterioros, por lo que ha sido objeto de varias reconstrucciones y restauraciones. 

Lamentablemente llegué a Moscú en un tiempo que permaneció cerrado por estar fuera de temporada. Ni siquiera visitas guiadas. Cuánto me hubiera gustado disfrutar de una función de Ballet en su sede. El único gran consuelo; que había visto actuar a la compañía en La Habana hacía ya unos cuantos lustros. 

Capítulo aparte, es mi visita al Kremlin, recinto delimitado por una extensa muralla con 19 grandes torres de vigilancia. Un complejo arquitectónico que incluye 4 palacios y 4 catedrales (Asunción, Deposición del manto de la virgen, Anunciación y del Arcángel Miguel). Fue antigua residencia de los Zares, después acogió al estado bolchevique y actualmente al gobierno de Rusia. 

Casi todas sus áreas se pueden visitar, eso sí, después de hacer una larguísima fila. El Kremlin, está flanqueado por el Jardín de Alejandro en el oeste y por la Plaza Roja, con la que comparte lista de Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO. 

No me voy a detener en describir lo que vi en mi recorrido, porque es de muchos conocidos qué contiene el Kremlin en su interior, pero sí destacar la impresión que me causaron; la Tsar Kólokol, la enorme campana fracturada, ricamente decorada, que encargó la emperatriz Ana de Rusia. La Torre de Iván el Grande, que también con sus 21 campanas, marca el centro exacto de Moscú y por último, el Carrillón de la torre Spasskaya. Un inmenso reloj que inspiró a Nikolai Pogodin a escribir una obra teatral, cuya adaptación había visto adolescente en el Teatro Mella, con el protagónico de Mario Balmaseda en una inmejorable interpretación de Lenin, que por cierto, le valió el Premio a la mejor actuación masculina en el Festival de Teatro de La Habana 1980. 

Pensando en todo esto, se me antojo ver de pronto a uno de los Romanov mirando por la ventana del Gran Palacio. En otro momento Trosky apresurado, atravesaba el patio interior por última vez, tras una bronca con su peor enemigo, que dicho sea, no era el capitalismo que tanto combatió, sino un compañero de lucha. Así de triste. Sí mi gente, yo armo mis películas cuando estoy cuerpo presente en lugares tan emblemáticos. 

Otra cola que no estuve dispuesto a hacer, fue para ver el cadáver de Lenin expuesto aún en un mausoleo de la Plaza Roja. Ya había tenido la experiencia en China, que tras esperar mucho tiempo en el mausoleo ubicado en la Plaza de Tiananmen, por lo apresurado del paso, apenas vi la verruga que Mao Tse-Tung tenía en el mentón. No está permitido hacer fotos o grabaciones y mucho menos detenerte. Por tanto no tienes ninguna posibilidad de detallar al occiso. 

A la Plaza Roja, por la cercanía de mi hotel, fui muy a menudo; en la mañana, en la tarde, en la noche y cada vez descubría según la luz del sol se movía, algo diferente. Recuerdo que una de esas mañanas, decidí circunvalar las murallas del Kremlin íntegramente. Sorprende, porque la perspectiva es desigual, a como se ve estando dentro del Kremlin. Además, hice algo que realizo en todos los países que he visitado; tocar con mis manos esas piedras centenarias, llenas de historia y de secretos. 

Cuando regresaba, para ingresar a la Plaza Roja nuevamente por el sur, me sorprendió un enorme cartel anunciando la actuación de una artista que creía muerta; Mireille Mathieu, una cantante francesa que tuvo una presencia insistente desde 1967 en la URSS. Yo recuerdo incluso oírla cantar en ruso en alguna ocasión y tuve un disco suyo de vinilo, grabado por Melodiya, la poderosa discográfica estatal de la Unión Soviética. 

Medio día lo dediqué a recorrer el Centro Panruso de Exposiciones. Una feria conocida por unas extrañas siglas, que también le da nombre a la estación del metro de la zona; VDNKh. Rene se afanó en que aprendiera a pronunciarlo. Algo así como “ve-de-en-já”. 

A medida que me acerqué y atravesé el arco de triunfo que hay en la entrada, lo primero que destaca por su considerable altura de 107 metros, es el Monumento a los conquistadores del espacio, un obelisco con un cohete espacial en la cima, cuya base, que lo sustenta, simula la columna de humo que van dejando las naves espaciales durante su ascenso. Está bellamente recubierto de titanio, lo que hace que a luz del sol o de la luna obtiene un brillo mágico. 

Muy cerca vi, en el Callejón de los Cosmonautas a viejos conocidos. Nada menos que a Yuri Gagarin y Valentina Tereshkova, entre otros. Caminando por los jardines con varias fuentes de diferentes temáticas, vi también los aviones Yak 42 y el coloso Burán, además del cohete Vostok, a tamaño original. Al colocarme en su base como una hormiga a los pies de un elefante, sentí con aprehensión de que estaba a punto de salir despedido o de caerme encima. 

El recinto ferial lo completan un planetario, un museo interactivo y varios salones expositivos que en su momento exhibía los logros de la Unión Soviética. Casi de noche, terminé exhausto el recorrido, que por demás lo componen unas 520 hectáreas, 125 menos que el Parque Lenin de la capital cubana. 

Fue en mi penúltimo día en Moscú que pude ver a Adonis, amigo y compatriota, excelente bailarín y coreógrafo que reside en Moscú. No tenía mucho tiempo para dedicarme por su trabajo en un academia de baile, pero para poder estar un rato conmigo, me acompañó hasta el Hotel Ucrania desde donde debía salir en un yate para hacer un recorrido por el río Moscova. 

Con Adonis tuve tiempo de tomar un café en la terraza del hotel y rememorar las ocasiones en que hemos trabajado juntos en Estocolmo y en la Habana. Especialmente un homenaje a la trovadora Teresita Fernández que dirigí en el Instituto Cervantes de Suecia y en Cuba, en la gala inaugural del Proyecto Cultural Álamo. Fueron sendas actuaciones de Adonis que gustaron mucho al público por su profesionalidad. 

A las 3 de la tarde, salió mi barco para la excursión programada. Un yate de lujo de la compañía Radisson, regalo de Roly y que en mi caso, incluyó viajar en un salón comedor acristalado hasta el suelo con copa de champan incluido. Fue muy distinta la perspectiva desde el río de todo lo que durante la semana había visitado por tierra. Incluso pude ver otras edificaciones con cierta añoranza; aquella especie de libro abierto, sede del extinto Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) y con menos entusiasmo, el Palacio de Gobierno de la Federación Rusa, desde donde Yeltsin le hizo la cama a Mijaíl Gorbachov. 

Son numerosos los puentes que van quedando atrás; unos modernos de atrevido diseño y otros imagino que son de la era soviética. Un funicular también une ambos lados del rio en algún momento del recorrido. De pronto, sobrecoge la enorme estatua de Pedro el Grande de 98 metros de altura en la confluencia del río Moscova y el canal Vodootvodni. Según supe después, está compuesta por acero inoxidable, bronce y cobre y pesa nada menos que mil toneladas. Sencillamente pasar por su lado impresiona sobremanera. 

Nuevamente destaca la Catedral de Cristo redentor que había visitado de noche y ahora a plena luz del día, lucía todo su esplendor blanco con sus cúpulas doradas. Inmediatamente después el Kremlin amurallado y por ultimo tras mucho navegar; Moscú City con sus modernos rascacielos. Es un recorrido inolvidable que hice por aquella vía fluvial que es el corazón de la ciudad, aunque vista desde el satélite Google Earth, parece más un tubo digestivo. 

No sería justo terminar, sin mencionar a Rene, mi acompañante en mis muchas salidas. Le debo haber ganado tiempo en mis recorridos, porque fuimos a varios lugares directamente, como lo hace solo una persona que viva en la ciudad y la conozca a la perfección y por tanto pude ver más. Siempre estaré agradecido por sus atenciones. 

Y a ti Moscú… gracias por tu hospitalidad, por tu belleza, por tu gigantismo. Me atrapaste y donde quiera que vaya hablaré de ti con pasión. Eso sí, bien que podías tener un poco más de información en letras latinas, con todo respeto a San Cirilo y a su hermano Metodio, pero no entendí nunca nada en los letreros y señalizaciones del metro, ni en los centros turísticos, ni en la calle, porque todo está escrito en alfabeto cirílico. Hasta una próxima vez… seguro la habrá. 


Este artículo está registrado como propiedad intelectual en Safe Creative. Prohibida su reproducción parcial o total, sin consentimiento del autor.

domingo, 20 de septiembre de 2020

Visita a Tranås, la ciudad natal de Herman Norrman. 2da parte.

Visita a Tranås, la ciudad natal de Herman Norrman.

(2da Parte)

                                   

Por: Carlos Bretón.

 

-         Bah, a ese smålandés puedes abandonarlo en un arrecife en medio del mar en compañía de una cabra, y es capaz de salir adelante.

 

        Carl Larsson, pintor y maestro. 

        Definición sobre Herman Norrman.

 

Quizás esa expresión de uno de los maestros de pintura que tuvo Herman Norrman, suene algo despectiva, pero sin embargo, denota un rasgo en la personalidad del pintor nacido en Tranås que fue el afán para lograr sus sueños, y si con espíritu compresivo, seguimos su bregar por el mundo, solo nos queda afirmar que la tenacidad fue uno de sus fuertes, peculiaridad que tiene mucho que ver con el carácter de los smålenses, lo que pude inmediatamente comprobar in situ.

Después de tomar 2 trenes, llegué a la Comuna de Tranås procedente de Estocolmo, salvando una distancia de casi 300 kilómetros hacia el sur. La estación y sus alrededores tienen el estatus pueblerino de sus similares del mundo. Desde el andén, hice un rápido reconocimiento de los alrededores y no tuve prácticamente ninguna dificultad para llegar al lugar donde pernoctaría.

La calle de la Terminal ferroviaria, desemboca en la gran avenida principal de la ciudad. Es la más ancha, pero solo mide aproximadamente mil quinientos metros de longitud.

Las aceras son espaciosas, con jardineras floridas y áreas para peatonales y ciclistas, bordeando una doble vía con separadores intermedios y  hermosas rotondas.

En ese entorno, encontré mi Hotel Åberg al filo de las dos de la tarde. Me encantó su arquitectura provinciana, un clásico edificio del siglo diecinueve muy bien conservado, que regenta una familia cuyas atenciones, me hicieron sentir muy cómodo.

En la recepción, por causa del coronavirus, no había nadie en el momento de mi llegada, lo que no fue una sorpresa porque tan amable y diligentemente ya me habían enviado un mensaje durante el trayecto en el tren, donde me comunicaban que subiera directamente a la habitación 211 en el segundo piso, que la habían dejado lista y abierta y con la llave encima del secreter. También me indicaban que había una carpeta sobre el buró con suficiente información del Hotel y su código wifi.

Mi pieza no podía estar mejor ubicada. Su única ventana daba hacia Storgatan. Y lo que más me emocionó fue descubrir que la casa donde vivió Herman Norrman, estaba justo frente a mi cuarto. Fue algo no programado, pero sin embargo, agradecí aquella coincidencia. Quedé largo rato contemplando su hogar e imaginando como sería la cotidianeidad del pintor.

Hasta de madrugada no pude resistir la tentación de acercarme a la ventana y espiar, cuando sobretodo y de pronto, se encendió una luz en la casa en medio de tanta tranquilidad y silencio. ¿Sería él? Por supuesto que no, imagino, seguramente algún ocupante actual.

Todas mis actividades de homenaje a Norrman las había programado para la mañana siguiente. Justo frente a la Estación de Ferrocarril, hay una estatua en bronce encargada por la municipalidad al escultor Thomas Qvarsebo. Es la figura del hijo ilustre de Tranås de pie frente a un caballete, un pincel en su mano derecha y una paleta que sustentada por su dedo pulgar, se apoya en todo su antebrazo izquierdo.

Fue el sitio que había escogido desde Estocolmo mientras preparé mi viaje, para colocar la célebre rosa blanca que nuestro Martí cultivó en sus versos sencillos, en junio como en enero. Y quién mejor que un amigo sincero para recibir una ofrenda que había venido planificando prodigarle desde hacía mucho, incluso años.

Durante el primer seminario de estudios martianos que se celebró en Suecia en mayo de 2013, conversando con el embajador de Cuba de entonces, Francisco Florentino, con la Doctora Clotilde Proveyer, agregada cultural, con Ola Nilsson, presidente de la Asociación José Martí de la ciudad de Malmö y con Flor Nodal de la Editorial Gente Nueva, surgió la idea de viajar a la ciudad natal de Norrman, pero se fue posponiendo por distintas razones, hasta que decidí que no pasaría de este año.

Junto a la rosa blanca coloqué un afiche con la fotografía impresa del cuadro que Norrman hizo de nuestro apóstol y una inscripción en sueco; “I New York, målade konstnären Herman Norrman, runt 1890, porträtter av den största av alla kubaner; José Martí. Herr Norrman, Kuba tackar dig och kommer alltid att minna dig” (En Nueva York, pintó el artista de la plástica Herman Norrman, alrededor de 1890, al más grande de todos los cubanos; José Martí. Señor Norrman, Cuba le agradece y siempre lo recordará)

Algunos transeúntes curiosos al verme rondar el monumento tanto tiempo, se acercaron y comenzaron a leer el mensaje que con una cinta había dejado junto a la tarja, también de bronce, con su nombre, los años de nacimiento y muerte y el nombre del autor de la escultura.

Norrman es muy venerado en su pueblo natal, sienten un orgullo especial por  ostentar un pintor de su talla e inclusive conversé allí en aquel parquecito, con una maestra, que me dio una información aparentemente superflua, pero que para mí se convirtió en un testimonio de la importancia del artista; En las Folk- och fortsättningsskolor de la comuna (Primarias y secundarias) se estudia su vida y obra.

También llegó un anciano que se sumó a la conversación y dijo que su papá contaba en casa como su padre de niño veía a Norrman pintar junto al lago en pleno invierno, le gustaba la niebla, y prosiguió diciendo que su abuelo se asustaba un poco, porque parecía una figura fantasmal y difusa enorme en medio de la bruma. Antes de marcharme le pregunté su nombre, y con una sonrisa tímida musito; Eskil Artberg III.

A las once de la mañana tenía previsto un encuentro, ya pactado, con algunos especialistas del museo municipal de Tranås y cinco estudiantes locales de pintura. También se sumó la directora de la institución. Ellos hubieran querido que mi intervención tuviera mayor repercusión y fuera una actividad masiva, pero en tiempos de la covid-19, cualquier precaución es poca con el tema de los aforos.

De cualquier manera, tengo que describir este encuentro de muy satisfactorio. Ellos tuvieron la deferencia de mostrarme obras de Norrman, que incluso no estaban expuestas, y yo, hablé con gran pasión de nuestro Martí, de su relación con el pintor sueco, siempre haciendo referencia bibliográfica de los escritores que he estudiado sobre esta materia; Blanche Zacharie de Baralt, René Vázquez Díaz o Ulf Hård af Segerstad, este último publicó una biografía de Norrman, en la cual, dedica a su relación con Martí tres páginas. Finalmente respondí a una interrogante de los jóvenes estudiantes de arte; ¿Dónde está ahora ese cuadro de Herr Norrman?

¿Dónde mejor? En su Casa Natal de La Habana Vieja que hoy es un museo, concluí.

A propósito de la casa del apóstol, mi última parada fue visitar la vivienda de Herman Norrman, que como ya dije, queda justo frente al hotel donde me hospedé. Me llamó poderosamente la atención una coincidencia más entre ambos; que su morada tiene el mismo tono ocre intenso que la de Martí en La Habana Vieja.

Lamentablemente no es un museo, la habitan otros inquilinos, e incluso en su planta baja hay ahora un negocio, pero tras pedir autorización, se me permitió ascender al segundo piso y al ático, que han mantenido casi intactos.

Me corroboraron que ese color amarillo lo ha tenido siempre la edificación en su exterior, desde la época en que la ocupó el pintor entre 1987 hasta su muerte en 1906.

Me senté en un saloncito, que está ubicado inmediatamente después de las escaleras, como una especie de hall o descansillo. Sus butacas y sofá antiquísimos son de un bermellón intenso. Entonces como adivinando mis deseos, me dejaron solo para que meditara. ¡Qué gran privilegio! Estaba sentado en casa de Herman Norrman, el artista que tuvo la oportunidad excepcional de pintar a Martí en vida y posando para él.

Ya bien entrada la tarde, regresé a la vieja estación para tomar el tren con destino a Estocolmo. Durante el viaje, hice una retrospectiva de lo que viví en aquella pequeña ciudad de Småland y me sentí lleno de gozo, porque en representación de mis compatriotas, había cumplido con el deber de rendir tributo a uno de los amigos del maestro durante su estadía neoyorquina.



Casa de José Martí en La Habana Vieja.





Casa de Herman Norrman en TranåsSmåland

 

Visita a Tranås, la ciudad natal de Herman Norrman. 1ra parte.

Visita a Tranås, la ciudad natal de Herman Norrman.

(1ra Parte)

                                    

Por: Carlos Bretón.

 

“La composición destaca, en primer plano, la singular figura a la que sirven de fondo los libros amados…Martí está escribiendo o en actitud de quien escribe. Nada hay forzado en la pose. La inmaculada hoja, sobre la mesa, espera la apasionada presión de una pluma que no conoce el descanso…”

                                                                                        Loló de la Torriente.

                                                               (Periodista y crítica de arte. 1907-1985)

 


                                                        

    




Tan temprano como en el pre escolar de mi escuela “Juan Álvarez Castillo”, conocí a nuestro Apóstol José Martí.

Fue de la mano de mi primera maestra; Norma. Una mulata siempre elegantemente vestida, de voz dulce, pero firme, que tocaba el piano y mantenía a todas horas en sus manos sudorosas un pañuelito blanco bordado. Cómo puedo retener su imagen aún, no es la pregunta, sino, hasta qué punto esa señora influyó positivamente en mí, cuando tenía tan corta edad.

Nos leía fragmentos de los versos sencillos y de la “Edad de Oro”, esa revista que el maestro escribió para los niños y que solo pudo salir de la sensibilidad del hombre más honesto del que tendrá jamás conocimiento la historia de Cuba, pasada, presente y futura.

Después, en la secundaria básica; el poemario Ismaelillo. Descarga emocional que dedica integro a su  hijo y que contiene La Tórtola Blanca, mi favorito. Un símbolo de pureza, frente a una alta sociedad malsana. Siempre digo a los que no gustan de leer, que escuchen la interpretación de la trovadora Teresita Fernández, a través de la cual, se puede sentir este poema desgarrador en toda su dimensión.

En el preuniversitario, comencé a consultar ávido sus obras completas y seguir plumas imprescindibles como las de Cintio Vitier y Fina García Marruz, a la hora de estudiar con espíritu comprensivo la gigantesca vida y obra de nuestro Martí.

Pienso muchas veces, indignado con el destino que nos lo arrebató a sus 42 años, la repercusión excepcional que, este hombre pequeño en estatura pero enorme en pensamientos y actitudes, hubiese sido nuestro primer presidente. ¡Qué desgracia su muerte prematura para la patria! Sobre todo, para dar paso a un segundogénito, que muchos lo siguen llamando don, como si fuera un título nobiliario, pero para mí no pasará de ser un mamarracho y una mancha en nuestra historia. “Don” Thomas Estrada Palma, que prácticamente vendió la isla y permitió una enmienda que nos puso a merced de la voracidad geográfica del ambicioso vecino norteño, quien se enroló en la guerra mambisa contra España a última hora, solo para recoger los peces en río revuelto.

Dudo sinceramente que nazca otro cubano como José Martí. Tan multifacético y abarcador. Capaz de conocer con exquisita naturalidad el arte en todas sus manifestaciones, la historia y la geografía, de ejercer la crítica literaria y el periodismo, traducir libros y artículos, de escribir su prosa elegante y sus poemas, de ser el maestro y el guía, de representar, como diplomático, a varios países de su amada América hispana en importantes eventos panamericanos.

De conspirar contra la dominación española, sin perder de vista al otro naciente dominio que amenazaba de manera primigenia con devorarlo todo, de organizar un partido político y con él, a toda la diáspora patriótica.

Pareciera, cuando se enumera todo el bregar martiano, que se está hablando de varios hombres y no de uno solo. Pero no, fue él quien con elocuencia enardecía a los tabaqueros cubanos en el Instituto San Carlos de Cayo Hueso, el fundador del Partido Revolucionario Cubano, el que envió armas a la isla, el que preparó al detalle la guerra necesaria, el que finalmente desembarcó en Playitas, para participar en la lucha armada y caer mortalmente herido en Dos Ríos.

Todo eso, aunque yo no lo podía percibir aun, estaba resumido en un cuadro que pendía de una de las paredes del aula de mi escuela, evidentemente una reproducción del original, que está expuesto en la Casa Natal de Martí en la calle Paula de la Habana Vieja.

Como muchos en Cuba, niños o adultos, conocía bien poco sobre la historia de aquella obra, surgida de la paleta de un joven pintor sueco.

Sin embargo, lo revelador fue, cuando laborando en el Museo Nacional de Bellas Artes, descubrí que el cuadro en cuestión, es el único para el que José Martí posó en vida. Llamo la atención de la lejana fecha en que oí hablar con detalle por primera vez de Herman Norrman. Fue a Durán, un restaurador del museo, mientras  organizábamos una muestra de varios pintores cubanos dedicada al apóstol.

Muchos son los artistas de la plástica, incluso hasta en la actualidad, que han materializado póstumamente la imagen del maestro, utilizando desde el óleo sobre lienzo, pasando por dibujos y grabados, hasta serigrafías y litografías, sin desconocer las numerosas obras escultóricas o cerámicas; Jorge Arche, Carlos Enríquez, Raúl Martínez, Arístides Hernández, Santoserpa, Lesvia Vent Dumois, Fabelo, y muchos etcéteras.

La escritora estadounidense Blanche Zacharie de Baralt, que conoció al pintor y fue amiga entrañable del patriota cubano, conmina, en su obra literaria “El Martí que yo conocí”, a los futuros artistas de la plástica a estudiar “detenidamente aquel retrato que tiene el sello de su espíritu, su carácter esencial” 

 

¿Por qué Martí le dedicó parte del tiempo que mayoritariamente le escaseaba, a un desconocido Norrman, teniendo tantos amigos pintores? El joven trotamundos sueco, era un perfecto desconocido y sin embargo, fue para el único pintor que posó

 

El escritor cubano René Vázquez Díaz, lo refleja de la siguiente manera: el Apóstol estaba rodeado de pintores que eran íntimos amigos suyos, por ejemplo Juan Peoli, de quien Martí escribiera: "Y ahí está todo el arte de Peoli: leal en el dibujo, sabio en los matices, huraño y melancólico en el color, indefinido en las creaciones, y aun etéreo". Otros artistas cercanos a Martí eran Federico Edelmann (1869-1931), Patricio Gimeno (1865-1940), Enrique Estrázulas (1848-1905) así como el creyonista y fino pintor Guillermo Collazo (1890-1896). En la época neoyorquina de Martí, Collazo (a quien Julián del Casal definió como "refinado, exquisito y primoroso") también se hospedaba en casa de Mantilla.

José María Mora, el encumbrado dibujante y fotógrafo de Broadway también conocía a Martí. Todos eran artistas reconocidos, cuyo arte Martí apreciaba y a los que veía con frecuencia. (Fin de la cita)

 

Cuando Herman Norrman llegó a New York en 1887, había pasado mil vicisitudes para poder cumplir su sueño de pintar. A los 17 años, abandona su pueblo y se va a Estocolmo, donde tiene que trabajar muy duro, para poder asistir a clases nocturnas de la Escuela de Artes Industriales, hasta que en 1885 ingresa en la Real Academia de Bellas Artes de la capital sueca. Lamentablemente, un año después, tiene que abandonarla por falta de recursos.

Entonces en su desesperada búsqueda, viaja a Gotemburgo y tiene algo de suerte; estudia con el famoso pintor Carl Larsson, aunque finalmente no puede continuar sin sustento y toma la decisión desesperada, con algo de ayuda económica de su maestro, de emigrar a América.

Formaba parte de los 900 mil inmigrantes suecos que habían viajado a Estados Unidos en busca de una vida mejor, en un período de  crisis y extrema pobreza en el país nórdico.

En la importante y creciente urbe norteamericana, trabajó como estibador en el puerto, hasta que consigue un empleo en un taller de decoración. Fue entonces cuando conoció a varios pintores, entre ellos, el cubano Federico Edelmann y el peruano Patricio Gimeno, que le cuentan entre lecciones de inglés y conversaciones, de la existencia de un cubano excepcional.

Tan reiteradas eran las alusiones de sus amigos a Martí, que interesado en conocerlo, va un día con Edelmann a la oficina del 120 de Front Street y ocurre la magia. La admiración fue mutua desde el mismo día en que fueron presentados.

Otra vez, no encuentro mejor descripción para este momento, que la realizada por Vázquez Díaz cuando escribe: Aunque sea una incógnita pequeña y marginal, todavía hoy esa hazaña artística del sueco Herman Norrman sigue siendo un misterio para la historia de Cuba. Lo que se ha supuesto, con razón, es que Martí experimentó una simpatía inmediata por un joven pintor escandinavo que no era refinado, exquisito ni primoroso…Pero lo que hay que preguntarse es: ¿en virtud de qué cualidades personales del pintor (las de Martí ya las conocemos) surgió aquella fraternidad efusiva que desembocó en un retrato de valor impagable? (Fin de la cita)


Quizás la respuesta me la dio, investigando detenidamente en su libro, Zacharie de Baralt, cuando reseña que el joven artista nórdico “…cayó, como tantos, bajo el hechizo de su palabra y quiso retratarlo”

Y lo hizo, cuidando y legando a la posteridad todos los detalles de un Martí viviente, real, en carne y hueso, como bien escribe en un artículo la periodista Josefina Ortega, que aposta: La sortija que aparece en uno de los dedos de su mano izquierda, un recordatorio trágico que su mamá siempre quiso llevara consigo, fue hecha con un eslabón de la cadena del grillete que sufrió en presidio siendo casi un niño, y tenía la palabra Cuba tallada en grandes letras”. (Fin de la cita)

El escritor Ulf Hård af Segerstad, nacido en Uppsala en 1915, viajó a Tranås y recogió testimonios a comienzos de los años 40 del pasado siglo sobre Herman Norrman, cuando todavía vivían algunos conocidos y discípulos del pintor. En el volumen resultante publicado posteriormente, describe las relaciones del chico con su padre. Un rudo curtidor, nada afable con el hijo al que reprime constantemente al verlo abstraído contemplando los paisajes de Småland. Muchas veces lo abofeteaba por no escuchar lo que le dice. Entonces, el joven le dijo en una ocasión; “Padre, si usted fuera capaz de ver toda la belleza que yo veo, no me hubiera pegado”.

Aquí se me antojan, similitudes de Norrman con Martí, porque aunque este último se reconcilió con Don Mariano, la relación padre-hijo no fue nada fácil. Y no es la única coincidencia, porque ambos eran honestos, con un alto sentido de la lealtad y como colofón, fallecen a los 42 años en diferentes épocas.

Después de su paso por Nueva York, el pintor sueco se dirige a París, en donde residió un año, pintando y adiestrándose, para finalmente regresar, como siempre deseó, a su terruño natal. Y es aquí donde pone en práctica, casi inmediatamente, lo que imagino fue una influencia de su relación con Martí; Instaura en su pueblo un centro de educación artística para artesanos sin recursos. Quizás una réplica sueca de la “Sociedad Protectora de Instrucción La Liga”.

Pintó muchos retratos, pero sobre todo a su Småland amada, grandes extensiones de brezales, marismas influenciadas por dos grandes lagos y rodeadas de espesos bosques, gansos de montaña… siempre usando como un sello, tonos cobrizos o verdes pálidos.

Su obra gustó mucho al Príncipe Eugenio de Suecia del que llegó a ser gran amigo y que adquirió una valiosa colección de aproximadamente 25 cuadros que hoy se pueden apreciar en el Castillo-Museo Waldemarsudde, donde residió el noble hasta su muerte.

Ulf Hård af Segerstad escribió, sobre cómo se enteró Norrman de la muerte de Martí, y su reacción. Fue a través de los periódicos de la época. Seguramente en algún café de Tranås, y entonces conmovido le aseveró a su amigo, el pintor A. W. Friman: “Martí fue el hombre más inteligente que he conocido… Ahora también se ha perdido esa ilusión”. Me dio mucho orgullo y satisfacción como cubano radicado en Suecia, leer esta anécdota.

Por eso, me decidí finalmente a viajar a Tranås, distante de Estocolmo 260 kilómetros. Quiero ver todo lo que haya que ver de Herman Norrman en su ciudad natal,  incluido la búsqueda la conocida estatua en Bronce que yace en uno de los parques más importantes de la localidad y depositar una rosa blanca para el amigo sincero, agradeciendo de esta forma en nombre de los cubanos, habernos legado su aprecio por Martí y el único retrato al óleo, del natural, que existe del Apóstol.

 

 

Este artículo esta registrado como propiedad intelectual en Safe Creative. Prohibida su reproducción parcial o total, sin consentimiento del autor.